En un país donde las lluvias torrenciales y las DANAs se repiten con una frecuencia alarmante, cabría esperar que la planificación frente al riesgo de inundaciones no solo existiera, sino que funcionara. España cuenta con Planes de Gestión del Riesgo de Inundación (PGRI), obligatorios por mandato europeo. Se actualizan cada seis años, y en enero de 2023, el Gobierno aprobó mediante Real Decreto los del segundo ciclo para diversas cuencas hidrográficas, entre ellas la del Segura. El problema está en que los planes se aprueban, sí, pero se ejecutan a medias o ni eso.
El asunto ha llegado hasta el Tribunal Supremo, que se ha pronunciado sobre la legalidad del procedimiento de aprobación de los PGRI. Estas sentencias, de octubre y diciembre de 2024, cierran la puerta a quienes reclamaban una aplicación más rigurosa de las garantías propias de la elaboración de normas reglamentarias, como la Memoria de Análisis de Impacto Normativo o el dictamen del Consejo de Estado. El Supremo concluye que los PGRI tienen carácter normativo, pero considera que no les son aplicables las exigencias generales de la Ley del Gobierno, ya que el Real Decreto 903/2010, que transpone la Directiva europea al ordenamiento español, establece un procedimiento específico que se considera suficiente.
Este razonamiento, sin embargo, deja muchas preguntas sin responder. ¿Cómo puede una disposición reconocida como normativa quedar exenta de los controles previstos precisamente para este tipo de normas? ¿Por qué un plan hidrológico de cuenca sí está sujeto a la Ley del Gobierno y un PGRI, que incluso puede integrarse en él, no? El Tribunal opta por una interpretación funcional: si la norma sectorial prevé un procedimiento especial, ese es el que debe aplicarse. Pero esta lógica deja en el aire la cuestión de fondo, esto es, si el procedimiento especial garantiza realmente la calidad normativa y la viabilidad de las medidas que contempla.
Porque ese es el verdadero problema. Más allá de la maraña legal, lo que preocupa es que los planes apenas se ejecutan. Según los datos de la propia Memoria de revisión del PGRI del Segura, menos de un tercio de las medidas previstas han sido efectivamente finalizadas. Otro tercio está en tramitación o ejecución, y el resto, simplemente, ni ha comenzado. Las causas son conocidas y recurrentes: falta de coordinación entre administraciones, financiación insuficiente, obstáculos urbanísticos, ausencia de suelos públicos y estudios de viabilidad inexistentes.
La Comisión Europea, en su evaluación publicada en febrero de 2025, ha sido clara: aunque España ha mejorado en la identificación de riesgos, sigue fallando estrepitosamente en evaluar el impacto real de las medidas. Se pide más detalle sobre cómo se priorizan las actuaciones, cómo se relacionan con los mapas de peligrosidad y qué inversiones reales implican. ¿De qué sirve, entonces, tanta planificación si no va acompañada de una hoja de ruta operativa y financiada?
Es aquí donde vuelve a cobrar importancia lo que parecía un simple formalismo jurídico: la exigencia de una Memoria de Análisis de Impacto Normativo no es solo un requisito legal, es una herramienta de responsabilidad. Obliga a justificar, evaluar y prever. A vincular lo deseable con lo posible. La falta de esta evaluación rigurosa es lo que convierte los PGRI en una suerte de declaración de intenciones, tan ambiciosa como ineficaz.
Y lo más preocupante es que esta falta de ejecución tiene consecuencias directas sobre la seguridad de personas, bienes e infraestructuras. Los fenómenos extremos no esperan a que los proyectos se reformulen ni a que se resuelvan los conflictos competenciales entre administraciones. Mientras tanto, barrios enteros siguen inundándose cada otoño, y las mismas escenas se repiten año tras año con resignación ciudadana y parálisis institucional.
En definitiva, el Supremo ha resuelto la cuestión jurídica, pero no la cuestión política ni técnica. La sentencia dice que el procedimiento seguido es conforme a Derecho. Lo que no dice —porque no le corresponde— es si ese procedimiento basta para garantizar que los planes se cumplan y que las medidas se ejecuten. Eso sí nos corresponde a nosotros como sociedad: exigir que la planificación no sea un fin en sí misma, sino el principio de una acción efectiva y coordinada. Porque frente a las inundaciones, la burocracia no es excusa. Es parte del problema.
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