En un contexto donde el agua se convierte en un recurso cada vez más preciado, es fundamental defender la seguridad hídrica de las personas y sus derechos, siendo uno de ellos el derecho a regar. Nuestra socia, Isabel Caro-Patón Carmona, analiza esta cuestión en este artículo para La Razón, el cual se recoge en este suplemento especial con motivo del Día Mundial del Agua, que se celebró el pasado 22 de marzo.
Hay agricultores que quieren ser regantes. Y, como jurista, me consta que tienen derecho a serlo. A este derecho no obsta que el agua sea un recurso natural porque, como dice la Ley de Cambio Climático, una tarea del Estado es garantizar la seguridad hídrica para las personas, la biodiversidad y las actividades socioeconómicas, entre las que se encuentra el riego.
De todas las actividades económicas que precisan agua, el riego es la que consume un porcentaje mayor, aunque su cuantía depende de las distintas zonas de la península; y en el Mediterráneo las dotaciones anuales de agua por hectárea son muy bajas. El consumo de agua es, para algunos, un derroche o despilfarro, una idea que se apoya habitualmente en imágenes de abandono de cosechas en las fincas, causadas por situaciones patológicas de falta de rentabilidad.
Sin embargo, estas situaciones –aisladas– no reflejan los datos de fondo de la agricultura de regadío, en cuanto actividad estratégica, vinculada a lo que la FAO denomina «derecho a alimentarse» (right to food), que es un derecho paralelo al derecho humano al agua potable. Los ciudadanos, además, reclamamos productos frescos de proximidad.
Hay una ley de aguas que garantiza el derecho a regar y este derecho forma parte, por un lado, de las libertades económicas de los empresarios agrarios y por otro, se ha de promover por razones sociales y medioambientales. El cuidado del campo sin agricultura se ha demostrado imposible pues hay abandono.
A mi juicio, resultan incomprensibles las luchas políticas entre regiones por el agua, apoyadas de forma demagógica y descontextualizada en que deben prevalecer, en todo caso, los caudales ecológicos que discurren por el río y las reservas de las aguas subterráneas frente a los usos productivos. El derecho de aguas no admite generalizaciones o prevalencias injustificadas pues exige encontrar un equilibrio entre «valores ambientales» y «usos beneficiosos».
Este equilibrio pasa por que las decisiones concretas se tomen mediante procedimientos en los que se contrasten –de forma seria y sin maximalismos– los beneficios ambientales esperados de un caudal ecológico mayor con los que se derivan del riego. No son iguales las necesidades de agua de todos los ríos y ni siquiera de todas las zonas protegidas. Lo que no tiene ningún sentido, por ejemplo, es que se eleven los caudales ecológicos del rio Tajo sin analizar el impacto que esta decisión tiene para los regadíos de levante, que es lo que se ha hecho en los últimos planes hidrológicos aprobados.
Me resulta igualmente incomprensible la demonización a la que se ha condenado el riego o que se pretenda que los agricultores inviertan su dinero en modernizar sus fincas para producir menos. Es fácil demonizar la agricultura sin presentar alternativas ni poner dinero sobre la mesa. Hay una agricultura competitiva, moderna, que reclama agua de calidad, pero que está en condiciones de utilizar un mix hídrico que incluya también aguas desaladas y regeneradas, pese a su mayor coste. Hay unos agricultores dinámicos y emprendedores que apuestan por la sostenibilidad ambiental y social, pero desde luego con aplicación del principio de proporcionalidad (esto es, siempre que las limitaciones ambientales tengan sustento técnico y no impidan una rentabilidad suficiente).
Hay pequeñas explotaciones agrarias que deben convivir con las grandes, es evidente, pero es necesario que encontremos las reglas adecuadas y razonables para unos y para otros, dando seguridad a las inversiones y sujetando a análisis de coste/beneficio las estrictas exigencias ambientales. Es indiscutible que han de revertirse los procesos de contaminación por nitratos iniciados en los años 70 del siglo pasado. Pero lo que es seguro es que este problema, que no se puede resolver en cuatro días, se está afrontando. Una sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de marzo de este año, nos condena por incumplimiento de la normativa de nitratos, pero el titular no es ese, sino que la sentencia reconoce avances y descarta algunas de las infracciones imputadas por la Comisión.
Echo de menos también en las distintas administraciones una visión estratégica, una visión que vincule la agricultura con la ordenación física del suelo, considerando, también con la seriedad y los recursos económicos necesarios, las afecciones ambientales del riego a los ríos y a los acuíferos. Es claro que, si por motivos ambientales, se ha de sacrificar la rentabilidad de determinadas fincas, sus propietarios tendrán que ser indemnizados de alguna manera.
Por último, tengo la convicción que el regadío no puede tener futuro sin mirar al pasado y en particular, al protagonismo de las agrupaciones de regantes: aplicar soluciones a los problemas planteados sin apostar por nuestras tradicionales comunidades de regantes será imposible.
Isabel Caro-Patón Carmona, socia de Menéndez Abogados.
Pulsa aquí para ver el artículo completo en el suplemento este suplemento especial de La Razón con motivo del Día Mundial del Agua.